Descreídos Martes, 30 agosto 2016

Bajo los pétalos de la rosa: ¿excelsa santidad o simple locura?

Escribe: Dr. Guillermo Ladd (presidente de la Asociación de Psicopatología del Perú)

Isabel Flores de Oliva, bella virgen limeña, murió a la edad de 31 años víctima de la impiedad que trae consigo toda enfermedad mental, y por la ignorancia disfrazada de piedad de los hombres que, para su desdicha, la rodearon.

Todos los testimonios concuerdan: era hermosa. Y ella lo sabía. Uno de sus biógrafos contemporáneos, Rubén Vargas Ugarte, reflexiona al respecto: «El más poderoso argumento de su belleza, es el tenaz empeño que puso Rosa en ocultarla y en ajarla y marchitarla». No obstante, sus orígenes criollos han sido puestos en duda biógrafos tardíos. Basado en dos hechos, Mujica (2006) afirma que Isabel habría sido mestiza. El primero es el relato del franciscano criollo Gonzalo Tenorio, que afirmaba conocer a los abuelos maternos y decir de ellos que «eran puros indios, de los nuevamente convertidos», y el segundo es la actitud de la madre de Isabel, María de Oliva, quien no dejaba que nadie osara llamar a su hija como Isabel, el mismo nombre de su supuesta abuela indígena. A pesar de estas inútiles sutilezas, la belleza de quien sería conocida como Rosa y lo modesto de sus costumbres causarían una viva impresión en la Lima de 1600, en ese tiempo una gran ciudad convento, con el 10% de su población vinculado a la actividad eclesial.

El retrato que Angelino Medoro hizo a las pocas horas de la muerte de Isabel (izq.) fue tomado como modelo por los futuros pintores de la beata, como el que vemos de un anónimo del siglo XVII (der.).

El retrato que Angelino Medoro hizo a las pocas horas de la muerte de Isabel (izq.) fue tomado como modelo por los futuros pintores de la beata, como el que vemos (der.) de un anónimo del siglo XVII.

Freud estuvo aquí

No deja de llamar la atención su temprana contención sexual. ¿Revelaba tal vez algún abuso sexual en la niñez? No lo sabemos. No obstante, su actitud respecto de su cuerpo (de ocultamiento inicial, pasando por el maltrato y luego de tortura hacia sus años finales), ya llegada la adolescencia y la edad núbil, persistió tenazmente. Esta actitud explicará luego las manifestaciones de un desorden alimenticio muy similar a la anorexia nerviosa, aunque sus hagiógrafos coincidan en que estas y otras conductas las tomara de su mentora mística, Catalina de Siena (por ejemplo, su desposorio místico con Jesús niño, el «milagro» del cuadro del Ecce homo, o los arrobamientos que experimentó y denominó mercedes, que plasmó en dos pliegos que han llegado a nuestros días relativamente intactos).

Si nos basáramos sólo en su psicología profunda, podríamos conjeturar alguna pulsión sexual de gran intensidad que no podía dominar sino con el martirio de su cuerpo, o que trataba de sublimar con su dedicación a una figura asexuada como Jesús niño, de quien no obstante, y de manera contradictoria, era esposa.

Víctima de su época

Lamentablemente, poco énfasis se ha colocado en su entorno más inmediato, el que de forma persistente permitió el reforzamiento de unas conductas hechas inicialmente a imitación de las pocas lecturas que Isabel hizo, pero que luego se convirtieron en un estereotipo que acabó conduciéndola a una muerte que pudo evitarse tan temprano. Por ello, planteo una hipótesis que sólo en apariencia puede esconder cierta insidia, pero tiene una base empírica relativamente consistente.

Los últimos años de su vida, convertida ya en terciaria dominica, los pasa rodeada de hombres, ya sea en el confesionario o en las tertulias realizadas en casa de su patrón don Gonzalo de la Maza, hombre piadoso pero entregado también a la superstición de lo místico, tan de moda en esos tiempos. Isabel tenía trece confesores, tanto jesuitas como de su propia orden, además de un médico versado en asuntos de espiritualidad, Juan del Castillo, quienes ejercieron una fuerte influencia sobre ella y también fueron cómplices de sus delirios. A todos ellos les comentó lo que ocurría en su mente, y tuvo gran importancia lo que pudo obtener de sus conversaciones con Isabel el doctor Castillo. De los otros, su propia madre abominaba, porque estaba segura de que los rigores que ella se imponía eran «por ser de este parecer, ignorante credulidad y juyzio algunos confesores» (Iwasaki Cauti reseña esta opinión del fraile Jacinto de Parra en Mujeres al borde de la perfección, p. 86). Y la madre no se equivocaba: el sacerdote Pedro de Loayza le había prescrito cinco mil azotes para que pudiera experimentar los dolores de la pasión de Cristo y otro dominico le recetó «una disciplina compuesta con hilos de cordel bien retorcido, áspera y llena de nudos, para que assi con más humildad se conformasse», como menciona el mismo Parra. Iwasaki subraya la sombría influencia de estos sacerdotes que, sumada a la indigencia intelectual de las mujeres de esa época, «llevaron a más de un confesor a abolir la borrosa frontera entre la piedad y la enajenación» (Iwasaki, p. 85). Ejemplo de este insensato proceder fue entre otros el jesuita Diego Martínez, quien le pedía a Luisa Melgarejo, beata muy cercana a Isabel y esposa del rector de San Marcos, que en sus arrebatos le contara del destino de alguno de sus cófrades ya fallecidos, y que ella podía ver en esos momentos de sublime desvarío.

¿Cuál sería la mejor explicación de la actitud de estos sacerdotes? En los anales de la Inquisición se encuentra una explicación plausible en relación con otra beata, Isabel de Jesús: «su confesor se aflixía y le auía dicho que muchos santos en el intento, después de muchos años de vida solitaria y penitente, no habían alcançado lo que ella». En otras palabras, era claro que estos sacerdotes ingenuos ansiaban conseguir el estado de beatitud que estas mujeres alcanzaban con relativa facilidad, muy probablemente a través de una rápida sugestionabilidad y de estados disociativos con frecuencia presentes en algunas mujeres de sensibilidad anormal, situación además alentada por sus propios confesores. Autores que estudiaron el fenómeno de las «alumbradas limeñas» concuerdan en que estas, unas beatas que frecuentaban a Isabel y se reunían en casa de De la Maza, compartían sus varios confesores y efectuaban tantos o más milagros que ella. No obstante, tuvieron como destino final, a diferencia de quien sería consagrada como Santa Rosa, la infamia de un proceso ante el tribunal inquisitorio.
En Isabel Flores de Oliva coincidirían, por tanto, los entresijos de la enfermedad mental con la ignorancia y envidia de unos confesores anhelantes del arrebato místico que sólo a mujeres como ella le eran permitidos, dada su condición mental enfermiza que estos atribuyeron a influencias divinas.

Los culposos responsables

Sin embargo, hay otro elemento, el sexual, difícil de ser estudiado puesto que sólo podemos inferir sus consecuencias a la distancia que el tiempo y las diferencias culturales nos lo permiten.

Hacíamos alusión a la belleza de Isabel, a su modestia y su singular locura. Estos, hombres al fin, ¿no pudieron sentir atracción sexual por ella, dadas sus dotes extraordinarias? Sin embargo, ¿cómo podrían permitirse la irrupción en su mente de dichos contenidos conscientes, si asumían que era el suyo un elevado interés por conducir por «el luminoso sendero hacia la perfección» a esta mujer? Una forma, retorcida pero plausible, de evitar tomar conciencia de estos contenidos o, peor aún, una manera de actuar impulsos sexuales de corte sadomasoquista, podrían explicar las recomendaciones por los azotes y el castigo corporal que ella se infligiera a pedido expreso de sus confesores. Nada se hizo por evitarlos, a pesar del dolor de su madre, a pesar del sufrimiento de la doncella. Ninguno de los confesores, ni el doctor Del Castillo, ni la Inquisición limeña, ni los superiores dominicos que se encontraban al tanto de lo que ocurría, lo impidieron.

Llegada su muerte, un 24 de agosto de 1617, que ocurrió como ella lo había presagiado tres años antes, una epidemia mística se desató en Lima: las beatas que rodearon a Isabel en su lecho de muerte comenzaron a experimentar una serie de portentos que alertaron a los inquisidores: algunas de ellas volaban, otras subían al cielo a conversar con las almas de los fallecidos, alguna sacó en compañía de la Virgen a cinco mil almas del purgatorio, etc. La racionalidad se impuso al fin, pues había que acabar con tal fiebre beateril, y todas esas mujeres fueron acusadas del delito religioso de la época: serían calificadas de «alumbradas». Esta acusación también recayó en el conocido examinador de Isabel, el doctor Del Castillo, quien no pudo resistirse al contagio. Sólo Isabel, la Rosa de Lima, tendría un sino distinto. Su destino post mortem estaba prefigurado por la necesidad política de la colonia de conseguir la adhesión de los criollos en aras de evitar futuras deslealtades. Con celeridad inusitada y saltándose las razonables restricciones que la curia se ha impuesto para evitar el engaño, fue declarada santa para América, las Indias Occidentales y Filipinas. ¿Razones políticas o sentimientos de culpa?

He ahí el dilema

Isabel Flores de Oliva, ¿loca o santa? ¿No es este un falso dilema? Observemos que estos términos son atribuciones que elaboran estamentos reconocidos por la sociedad. El primero por el gremio psiquiátrico, el segundo por el gremio eclesial, y que dan la impresión de ser aparentemente contradictorios o mutuamente excluyentes. Pero lo importante es lo que se hace con nuestros antepasados, la finalidad que cumplen política e ideológicamente para configurar el discurso de hoy. Y en el caso de Isabel, su legado ha sido apropiado por quienes permitieron su muerte e incluso la alentaron.

Nos preguntamos, en un ejercicio de psiquiatría-ficción, lo que habría ocurrido si una autoridad firme, eclesial en este caso, hubiera impedido la actuación de los delirios de Isabel. Tal vez se habría casado, tenido hijos, no habría sido una santa, tal vez los criollos se habrían levantado antes contra el yugo colonial. Su destino habría sido más pedestre, tal vez su santidad podría haberse expresado incidiendo en su contacto estético con la realidad, la naturaleza o el amor a sus prójimos. Y no en el inútil dolor que se infligiera durante toda su amarga vida, salpicada de hermosura sólo en esos breves momentos de locura en los que se unía a un dios que sólo en su febril mente podía existir.

En el programa radial “Para Normales de la Noche” se trató también de este tema. El audio se puede escuchar en este enlace: https://paranormalesdelanoche.wordpress.com/2013/08/30/segundo-programa-el-caso-santo-rosa-de-lima-santidad-o-enfermedad-mental/