Descreídos Miércoles, 21 diciembre 2016

Lo siento mucho, pero Jesús nunca existió

Se acerca la navidad, y todos hemos crecido escuchando desde niños las historias del niño Jesús, los reyes magos, la crucifixión, etc. En el jardín de infancia, se nos asegura que los evangelios son relatos escritos por «testigos presenciales» del ministerio de Jesús de Nazaret. Cuando surgen las dudas, se menciona una serie de documentos como pruebas tranquilizadoras. Entonces, se dan los hechos por ciertos y todos pueden seguir considerando como válidos esos relatos de infancia. Pero cuando se empieza a analizar el tema seriamente, con criterios históricos debidamente neutrales, todo se cae como un castillo de naipes: los documentos esgrimidos son falsos, los evangelios empezaron a escribirse más de 60 años después de los supuestos hechos y se desconoce el nombre de sus autores, y los vestigios materiales son inexistentes. Jesús de Nazaret, entonces, no es más que una fábula. Probablemente inspiradora para muchos, pero igualmente fábula.

Escribe: Iván Antezana Quiroz, director de la SSH

El título de este artículo es el del último libro del abogado Ricardo Zavala Toia, presentado en Lima el pasado 9 de diciembre. En su libro, Zavala presenta los argumentos más usuales en contra de la idea de que Jesús de Nazaret haya sido una persona de carne y hueso. Como todo libro de investigación, no está libre de defectos, pero lo más importante es la profusión de citas y la presencia en todos los capítulos de referencias, varias de ellas recientes, de libros que el lector puede consultar para profundizar en este fascinante tema de estudio. En un país con fuerte presencia de la ideología cristiana, un libro que invita a investigar sobre la existencia de su personaje fundacional resulta por lo menos controversial, y es más que bienvenido.

El abogado arequipeño Ricardo Zavala ha escrito hasta el momento dos libros directamente confrontadores del cristianismo. El segundo (derecha), editado en Arequipa en setiembre de este año, se enfoca en los argumentos que sustentan la inexistencia histórica de Jesús de Nazaret.

El abogado arequipeño Ricardo Zavala ha escrito hasta el momento dos libros directamente confrontadores del cristianismo. El segundo (derecha), editado en Arequipa en setiembre de este año, se enfoca en los argumentos que sustentan la inexistencia histórica de Jesús de Nazaret.

Ahora bien, ¿por qué pensar que Jesús no existió?

Lo primero que se escucha al disputar la existencia histórica de Jesús es que no se puede ir contra la corriente: «todo el mundo» lo da por hecho. Y efectivamente, la gran mayoría de personas en nuestro planeta piensa que Jesús de verdad existió. ¿Podrían estar equivocadas? Sin siquiera meditarlo, claro que sí: la verdad no es un asunto de encuestas ni sondeos de opinión. De lo contrario, se cae en la conocida falacia del «argumento ad populum». El que una propuesta sea verdadera depende de cómo se verifique al ser contrastada con los datos disponibles, no de cuánta gente opine en su favor.

Pero no se trata sólo de las personas de a pie. El mismo argumento se esgrime cuando se menciona que existe un «consenso» científico sobre la historicidad de Jesús. Al respecto, se pueden constatar dos hechos: a) una abrumadora mayoría de historiadores apoya la historicidad de Jesús; y b) esa abrumadora mayoría de historiadores proviene de la tradición cultural del cristianismo. Es la segunda constatación la que arroja suficientes dudas sobre ese consenso. No es simplemente el hecho de que esa mayoría de historiadores profese el cristianismo (de hecho, hay unos cuantos de otras religiones, agnósticos o ateos), sino que, como apunta Michel Onfray, la episteme occidental es judeocristiana. Al margen de sus creencias, esos historiadores han crecido desde niños escuchando los relatos cristianos y les cuesta mucho guardar una mínima distancia de los hechos en discusión. Muchos de ellos han sido practicantes muy devotos, que abordaron los estudios bíblicos para justificar su fe (por ejemplo, Bart Ehrman). Es más, el erudito Gerd Theissen reconoce que las llamadas «búsquedas» del Jesús histórico han partido siempre de un interés teológico (es decir, no desde la neutralidad que toda búsqueda de la verdad necesita). Estamos, pues, ante un consenso espurio, endeble e interesado, que se debilita más a medida que, a cuentagotas, aparecen nuevos elementos de evaluación de las evidencias. Por cierto, la argumentación en contra de la historicidad de Jesús no es unitaria, pero asombra ver cuán dogmática, especulativa y contradictoria es la argumentación en favor de su historicidad. El desesperado recurso al «consenso» es la principal señal de ello, pero no la única.

No es cuestión de fe (ni de falta de ella)

Dado que se trata del personaje epónimo de la religión más extendida del planeta, a muchos les es difícil entender que la existencia histórica de Jesús de Nazaret no debe ser vista como un asunto de fe. Es muy diferente a, por ejemplo, esos debates áridos e inútiles sobre la existencia de algún dios, que casi nadie sigue para aprender o entender, sino para confirmar su propia creencia o descreencia. Y dado que se presenta al objeto de debate como algo sobrenatural e imposible de percibir o medir, los crédulos promedio suelen huir de la discusión con el rabo entre las patas, refugiándose en que «es una cuestión de fe», «yo creo, por lo tanto existe» o «no necesito pruebas para creer». Y en cierta manera tienen razón, pues tener fe es básicamente creer sin pruebas.

Sin embargo, por más que su Jesús sea un referente de fe, afirmar su existencia histórica como persona de carne y hueso, en un lugar y una época determinados, ya no es un simple asunto de fe. Se trata, más bien, de una hipótesis histórica. Entonces, invocar sensaciones, enseñanzas o dogmas, al margen de lo positivos que hayan sido para alguien, queda completamente fuera de lugar.

En el papel, no debería ser difícil para un crédulo separar la fe de la historia. Es decir, su Jesús puede ser una figura inspiradora y motivadora para llevar una buena vida, y ello no tendría nada que ver con que haya existido o no. ¿Dejarían de tener valor sus enseñanzas si Jesús no hubiera existido? Las buenas enseñanzas deberían tomarse, vengan de quien vengan, sin la obligación de aceptar todo lo demás de su maestro. De hecho, las sociedades humanas avanzan tomando lo positivo de las generaciones anteriores y desechando lo negativo.

El profesor Dennis MacDonald publicó en 2000 el importante estudio "The Homeric Epics and the Gospel of Mark", donde demostró con plenitud de ejemplos tomados de los manuscritos en griego antiguo originales que el evangelio de Marcos es una transvaluación de «La Odisea» y «La Ilíada». El mismo autor tiene otras publicaciones donde encuentra emulaciones homéricas en otras piezas de literatura del Nuevo Testamento. Si bien este estudio no tiene que ver directamente con la controversia sobre la historicidad de Jesús, sí contribuye a descalificar la inteligente redacción marcana como documento de registro histórico. Sus intenciones son claramente teológicas.

El profesor Dennis MacDonald publicó en 2000 el importante estudio «The Homeric Epics and the Gospel of Mark», donde demostró con plenitud de ejemplos tomados de los manuscritos en griego antiguo originales que el evangelio de Marcos es una transvaluación de «La Odisea» y «La Ilíada». El mismo autor tiene otras publicaciones donde encuentra emulaciones homéricas en otras piezas de literatura neotestamentaria. Si bien este estudio no tiene que ver directamente con la controversia sobre la historicidad de Jesús, sí contribuye a descalificar la inteligente redacción marcana como documento de registro histórico. Las intenciones del evangelio son claramente teológicas.

La importancia de la historicidad

Y a pesar de que lo anterior debería ser evidente, ambos aspectos parecen ser indesligables en la fe cristiana. Por mi parte, si apareciera evidencia sólida de que en verdad existió alguien con ese nombre y esa supuesta «biografía» que figura en los evangelios, entonces lo aceptaría. Y Jesús no seguiría significando para mí más que otra mitología del montón. No necesito que Jesús sea mítico, pero al parecer ciertos tipos de fe cristiana necesitan desesperadamente que sea histórico.

¿De cuáles tipos de fe cristiana estamos hablando? Pues de casi todos. Desde hace muchos años se vende la idea de que el cristianismo está básicamente dividido en dos vertientes, los católicos y los protestantes. Incluso, los protestantes promueven la delirante idea de oponer el término «cristiano» (que ellos se adjudican) a «católico». Pero basta con revisar la historia del cristianismo para constatar que siempre se ha tratado de una doctrina muy atomizada (al día de hoy, se calculan las denominaciones cristianas en más de diez mil). En sus primeros siglos se dio una lucha por la autoridad y la ortodoxia, y el grupo que emergió victorioso tomó el nombre de «católico». De esos lejanos inicios del siglo IV EC proviene la idea del cristianismo tal cual la conocemos, de modo que aparte de los cristianos ortodoxos (extendidos desde Grecia hasta Rusia primordialmente), muy pocas denominaciones cristianas le conceden una mínima importancia a la historicidad de Jesús. Para la inmensa mayoría de ellas, fue el principal argumento con que se estableció el cristianismo tal cual lo conocemos hoy en día.

Lo anterior, por supuesto, sería un simple reflejo de la importancia de la realidad en la acreditación de algo, más aún de una fe o creencia. ¿Cuántas veces hemos concedido mayor valor a la trama de una película cuando la hemos visto precedida del cartel «Esta película se basa en hechos reales»? Los hermanos Coen se burlaron de ese procedimiento al incluir ese cartel en Fargo (1996), a pesar de que su director había declarado que la trama era completamente ficticia. Algo similar ocurre con el cristianismo, pero la gran mayoría de sus espectadores aún no se da por enterada.

Si al proponer la existencia de un tal Jesús de Nazaret en la zona de Judea en la primera mitad del siglo I EC estamos dejando el terreno de la fe para pasar al de la hipótesis histórica, entonces queda claro que debemos jugar con las reglas del método histórico. Y la historia, como cualquier ciencia, requiere evidencias fiables para sostener cualquier hipótesis.

Flavio Josefo, nacido el año 37 EC como José ben Matías, fue un historiador judío afincado en Roma. Capturado por Vespasiano el año 67 EC cuando comandaba una columna rebelde en su Galilea natal, le ofreció sus servicios de intérprete. Cuando Vespasiano fue nombrado emperador, José ben Matías pasó al servicio de su hijo Tito, quien el año 70 EC aplastó la rebelión de los sicarios en Jerusalén y destruyó el gran templo de Herodes. Protegido por la familia real, la dinastía Flavia, cambió su nombre en agradecimiento. Instalado en Roma, se dedicó a escribir la historia del pueblo judío, debidamente maquillada para presentarla bajo una luz positiva al público romano, que despreciaba a los judíos por sus constantes sublevaciones. Su primera gran obra fue «La guerra de los judíos, o crónica de la destrucción de Jerusalén», publicada hacia el año 77 EC y donde narraba los hechos de la rebelión de la que fue obligado a tomar parte. La dedicó a Vespasiano, quien murió poco después y fue sucedido por su hijo Tito. Su segunda gran obra fue «Antigüedades judías», donde narraba toda la historia legendaria del pueblo de Israel hasta la rebelión del 66 EC. En toda la obra de Josefo, quien recorrió personalmente los escenarios de los hechos, no se encuentra una sola palabra referente a Jesús o el cristianismo. Excepto, claro está, el llamado «Testimonio Flaviano», un párrafo incluido en el libro XVIII de las «Antigüedades», donde se describe al personaje de Jesús en términos muy sospechosamente cristianos, que un fariseo como Josefo jamás habría empleado. Tomaría varias páginas el recuento de las razones por las cuales este fragmento es espurio y no puede ser contado como evidencia de historicidad. Cabe aclarar que en el libro XX de las «Antigüedades» hay otra mención de Jesús, más breve, que igualmente es esgrimida de un modo fanático como prueba de la existencia de Jesús, pero es igualmente insostenible como evidencia.

Flavio Josefo, nacido el año 37 EC como José ben Matías, fue un historiador judío afincado en Roma. Capturado por Vespasiano el año 67 EC cuando comandaba una columna rebelde en su Galilea natal, le ofreció sus servicios de intérprete. Cuando Vespasiano fue nombrado emperador, José ben Matías pasó al servicio de su hijo Tito, quien el año 70 EC aplastó la rebelión de los sicarios en Jerusalén y destruyó el gran templo de Herodes. Protegido por la familia real, la dinastía Flavia, cambió su nombre en agradecimiento. Instalado en Roma, se dedicó a escribir la historia del pueblo judío, debidamente maquillada para presentarla bajo una luz positiva al público romano, que despreciaba a los judíos por sus constantes sublevaciones. Su primera gran obra fue «La guerra de los judíos, o crónica de la destrucción de Jerusalén», publicada hacia el año 77 EC y donde narraba los hechos de la rebelión de la que fue obligado a tomar parte. La dedicó a Vespasiano, quien murió poco después y fue sucedido por su hijo Tito. Su segunda gran obra fue «Antigüedades judías», donde narraba toda la historia legendaria del pueblo de Israel hasta la rebelión del 66 EC. En toda la obra de Josefo, quien recorrió personalmente los escenarios de los hechos, no se encuentra una sola palabra referente a Jesús o el cristianismo. Excepto, claro está, el llamado «Testimonio Flaviano», un párrafo incluido en el libro XVIII de las «Antigüedades», donde se describe al personaje de Jesús en términos muy sospechosamente cristianos, que un fariseo como Josefo jamás habría empleado. Tomaría varias páginas el recuento de las razones por las cuales este fragmento es espurio y no puede ser contado como evidencia de historicidad. Cabe aclarar que en el libro XX de las «Antigüedades» hay otra mención de Jesús, más breve, que también es esgrimida de un modo fanático como testimonio de la existencia de Jesús, pero es igualmente insostenible como prueba.

Entonces, es cuestión de evidencias

En este punto, cabe remarcar que las tres «búsquedas» del Jesús histórico han terminado en fracaso, sin criterios sólidos a la vista y sin acuerdos mínimos sobre el personaje. Entre la veintena de perfiles históricos propuestos están Jesús, el sabio cínico judío; Jesús, el santo rabínico; Jesús, el fariseo devoto; Jesús, el esenio herético; Jesús, el revolucionario político; Jesús, el activista zelote; Jesús, el profeta apocalíptico; Jesús, el pretendido mesías; Jesús, el hechicero popular; Jesús, el místico; Jesús, el reformista social no violento; o Jesús, el verdadero heredero davídico y fundador de una dinastía real. No en vano, John D. Crossan, uno de los eruditos del Jesus Seminar de California, considera los resultados de esas búsquedas como una «vergüenza académica».

Fuera de los círculos académicos, el común de la gente se conforma con pensar que en esa época había muchos profetas y autoproclamados mesías, y que cualquiera de ellos podría haber sido el Jesús histórico tal cual lo describen los evangelios. Pero esas gruesas pinceladas, lejos de ser una biografía, conforman simplemente un marco sociopolítico de referencia, un esqueleto básico que puede ser usado como comodín para ajustarlo a muchos personajes, como ya se ha hecho. El detalle es que mientras no se demuestre que alguno de esos profetas, políticos o librepensadores de la época se haya llamado Jesús, haya nacido en Belén, haya vivido en Galilea, haya sido hijo de una María y un José, haya predicado en Jerusalén, haya sido apresado por el Sanedrín y haya sido crucificado bajo el mandato de Poncio Pilato, no se puede hablar de la misma persona.

Entonces, la profunda deshonestidad intelectual de los partidarios de la historicidad de Jesús consiste en considerar cualquier posibilidad genérica como una prueba específica de la existencia del personaje. Si se descubre un personaje que reúne varias de las características del esqueleto básico, pero no todas y cada una de ellas, entonces no es el Jesús histórico. Y si hasta el día de hoy no se ha descubierto a nadie con esa descripción exacta, entonces Jesús nunca existió hasta que se pruebe lo contrario. Es decir, el Jesús histórico es en el mejor de los casos una hipótesis más. Muy lejos de ser considerada una «teoría dominante», como sus fanatizados partidarios pretenden. Con decir «pudo haber alguien parecido» sólo se cae en el campo de lo posible. Pero la historia no trabaja con posibilidades, sino con probabilidades. Son estas, precisamente, las que requieren de evidencias.

Por ello, el meollo de la discusión estriba en cómo se evalúan las pocas evidencias disponibles. Un gran problema, como menciona Theissen, es que lo que tenemos no es medianamente representativo, sino lo que ha quedado después de arbitrarios procesos de selección según la conveniencia política de cada época. Por ejemplo, el estadounidense Bart Ehrman publicó en 1993 un muy recomendable estudio sobre cómo los manuscritos de los evangelios fueron progresivamente alterados para acomodarlos a la agenda católica dominante (The Orthodox Corruption of Scripture). Además, se suele dar poco peso al hecho de que a partir del siglo IV EC floreció la boyante fábrica de falsificaciones cristianas, que produjo docenas y docenas de documentos abiertamente falsos, incluso colecciones epistolarias completas, además de las famosas «interpolaciones» (falsificaciones de líneas y fragmentos específicos dentro de otros libros o documentos).

Un folio del evangelio de Marcos incluido en el Codex Vaticanus. El verdadero final del primer evangelio en ser escrito terminaba «anticlimáticamente» en el versículo 8 del capítulo 16, cuando las tres mujeres huyen asustadas y no cuentan nada a nadie. Los doce versículos siguientes fueron añadidos alrededor de un siglo después de la redacción del original. No hay que pensar mucho para entender que, tal como estaba presentado el final del evangelio, dejaba muy en claro que se trataba de una obra de ficción: ¿cómo podría alguien haberse enterado de la resurrección si las únicas tres personas que recibieron la información huyeron despavoridas? ¿Cómo sabía el autor que esas tres mujeres no contaron nada a nadie? ¿Cómo se enteró él de los hechos, en primer lugar? Algo similar ocurre en Mc. 14,34-37, donde el autor relata en tercera persona que Jesús fue a rezar a solas y mandó a vigilar a tres discípulos. ¿Cómo supo el autor lo que Jesús dijo en su rezo si estuvo solo y sin testigos? Finalmente, el pasaje en Mc. 4, 10-12, donde los discípulos le preguntan el por qué de las parábolas, resulta muy revelador sobre que estamos ante un texto con diferentes niveles de discurso, los más profundos de los cuales requerían algunas claves que sólo la comunidad autora del texto entendía. Estos y otros aspectos bastan para entender que el evangelio de Marcos no es una obra histórica.

Un folio del evangelio de Marcos incluido en el Codex Vaticanus. El verdadero final del primer evangelio en ser escrito terminaba «anticlimáticamente» en el versículo 8 del capítulo 16, cuando las tres mujeres huyen asustadas y no cuentan nada a nadie. Los doce versículos siguientes fueron añadidos alrededor de un siglo después de la redacción del original. No hay que pensar mucho para entender que, tal como estaba presentado el final del evangelio, dejaba muy en claro que se trataba de una obra de ficción: ¿cómo podría alguien haberse enterado de la resurrección si las únicas tres personas que recibieron la información huyeron despavoridas? ¿Cómo sabía el autor que esas tres mujeres no contaron nada a nadie? ¿Cómo se enteró él de los hechos, en primer lugar? Algo similar ocurre en Mc. 14,34-37, donde el autor relata en tercera persona que Jesús fue a rezar a solas y mandó a vigilar a tres discípulos. ¿Cómo supo el autor lo que Jesús dijo en su rezo si estuvo solo y sin testigos? Finalmente, el pasaje en Mc. 4, 10-12, donde los discípulos le preguntan el por qué de las parábolas, resulta muy revelador sobre que estamos ante un texto con diferentes niveles de discurso, los más profundos de los cuales requerían algunas claves que sólo la comunidad autora del texto entendía. Estos y otros aspectos bastan para entender que el evangelio de Marcos no es una obra histórica.

Estamos, pues, ante un panorama desolador debido a que además de la escasez de evidencias, los intereses cristianos llevaron a la sistemática destrucción de cualquier documento opositor, incluso bibliotecas enteras. Una de esas colecciones sobrevivió en un ánfora y fue hallada en 1945 por un pastor cerca de la localidad egipcia de Nag Hammadi, pero no fue publicada completa en inglés sino hasta 1975. El famoso Evangelio de Judas fue por su parte publicado en 2006, de modo que no podemos dar por cerrada la recopilación de evidencias. Por ello debemos entender también que en el campo de los estudios sobre Jesús y el cristianismo primitivo, mientras más reciente sea la bibliografía, mejor.

En este punto, cabe resaltar que sería muy tedioso empezar a listar la evidencia usualmente esgrimida en favor de la historicidad de Jesús, y por qué ha sido refutada hace mucho tiempo. En ese sentido, el mencionado libro de Ricardo Zavala viene bien a mano, pues en un formato cómodo pasa revista a los testimonios de los historiadores romanos (Plinio el Joven, Suetonio y Tácito), las fuentes judías (Flavio Josefo y el Talmud) y algunos documentos adicionales, todos los cuales son inútiles para fundamentar la existencia histórica del supuesto Jesús de Nazaret.

De las pruebas materiales a la retórica

No sólo los documentos extracristianos son inútiles para la causa de la historicidad. Los propios evangelios carecen de un mínimo de fiabilidad como testimonio histórico, pues jamás fueron redactados a modo de crónica biográfica, sino de enseñanza teológica y afirmación kerigmática. Son documentos religiosos, redactados a la usanza de los antiguos sabios paganos helenistas, quienes empleaban historias con personajes y ambientes atractivos para transmitir sutilmente sus mensajes.

En particular, el evangelio de Marcos (el primer evangelio) tiene señales de jamás haber sido escrito con las intenciones históricas que muchos suponen: a) fue escrito en griego koiné, algo que un judío jamás habría hecho, a menos que fuera un judío de diáspora (por eso se especula que dicho evangelio pudo haber sido escrito en Alejandría); b) tiene errores muy graves en las descripciones geográficas, doctrinarias y costumbristas (algo que ningún residente en el área de Judea habría cometido, como equivocarse en la localización de ciertas ciudades, mencionar costumbres inexistentes, sostener la posibilidad de una ejecución por crucifixión en plena celebración de la pascua, o describir un eclipse solar de tres horas); c) su redacción remite de inmediato a las características de la escritura mítica, debidamente coreografiada, y no a un reporte histórico (en particular, sus formas quiásmicas y sus tríadas temáticas, repetidas cíclicamente); y d) su estructura literaria ha sido demostrada como una transvaluación de la épica homérica (principalmente La Odisea, aunque también emula los tres últimos capítulos de La Ilíada). Sobre este último punto, quizás sea redundante mencionar que un texto escrito por emulación literaria tiene muy poco de histórico, y que un autor que compone por emulación no está escribiendo precisamente una crónica. La naturaleza ahistórica de este evangelio queda confirmada por la reconocida «ampliación» de sus doce versículos finales, realizada mucho tiempo después de su redacción, dado que el final original sólo puede pertenecer a una obra de ficción.

Los demás evangelios canónicos (dependientes todos ellos de Marcos) presentan problemas similares, y las epístolas son igualmente discutibles. Para colmo, no existe prueba material alguna de Jesús, como su cadáver, su tumba (todas las noticias al respecto han sido fraudes propagandísticos debidamente desenmascarados), monedas, inscripciones, etc. Nada de nada.

La lista de la vergüenza

Ante ese panorama, los apologistas de la «tercera búsqueda» decidieron apostar por la retórica pura, y desde entonces se inventaron diversos «criterios de historicidad» para intentar una aproximación a un «núcleo histórico» que sólo existe en sus afiebradas imaginaciones. Entre estos criterios, los principales fueron el de disimilitud y el de vergüenza.

Según el «criterio de disimilitud», si una tradición es disímil a las posturas judías y de la iglesia temprana, puede con confianza ser adscrita al Jesús histórico. Este planteamiento tiene serios problemas. Primero, no sabemos mucho del judaísmo del segundo templo y de la iglesia temprana. Sólo sabemos que el judaísmo y el cristianismo primitivo eran muy diversos, y que no tenemos datos de las diversas comunidades que florecieron en esa época. En segundo lugar, el simple hecho de que algo inusual haya sido atribuido o dicho sobre Jesús, no significa que sea cierto. ¿Cómo saber que algo «inusual» proviene de Jesús y no de un profeta o misionero posterior? En tercer lugar, si un hecho relatado era tan inusual, ¿por qué fue preservado tan fielmente? Lo más obvio sería porque estaba totalmente de acuerdo con las visiones del judaísmo o el cristianismo temprano de su época (o sea, porque en realidad no era inusual). La propia existencia de una tradición es argumento en contra de que sea disímil a las visiones de la iglesia temprana. En cuarto lugar, un hecho o un dicho originado en Jesús puede haber sido distorsionado hasta que la versión llegada a nuestros tiempos parezca inusual ante su trasfondo judeocristiano, y no porque sea histórico, sino porque precisamente no lo es. Y en quinto lugar, hablar de «iglesia temprana» en el siglo I EC no sólo es temerario, sino francamente insostenible. No hay rastros materiales de comunidades cristianas con iglesias mínimamente organizadas sino hasta entrado el siglo II EC. En conclusión, este es un criterio completamente inútil para determinar la verdad y aproximarse a un «Jesús histórico». Y al estar de alguna forma filtrado en los demás criterios, los descalifica.

El «criterio de la vergüenza» es también bastante popular entre los apologistas. Según él, si un autor dice algo embarazoso, debe ser verdad, pues no se desacreditaría a sí mismo con una mentira. Esta creencia popular ha sido adaptada a los estudios de Jesús, y más de uno ha caído redondito en la tentación de hacer propaganda barata. Como el estadounidense James P. Holding, para quien «Los evangelistas hacen afirmaciones tan fácilmente refutables que deben haber estado diciendo la verdad, o sus mentiras habrían desacreditado mucho al cristianismo. […] El éxito del cristianismo significa que sus afirmaciones no fueron refutadas, o sea que no eran falsas. Entonces, la resurrección fue real». O también el español Antonio Piñero: «Los evangelistas no habrían inventado escenas que luego iban a costar a la iglesia posterior un enorme dolor de cabeza teológico». El problema de este argumento es que tiene dos requisitos ineludibles: a) el transmisor del testimonio debe haber estado realmente en una posición de saber la verdad; y b) su afirmación debe haber sido tan contraria a sus intereses que no la habría dicho a menos que la creyera verdadera. Así formulado, este criterio es extremadamente difícil de aplicar en los estudios sobre Jesús, donde ambos requisitos no se pueden cumplir. Tanto por la distancia entre los supuestos hechos y la redacción evangélica, como por el poco conocimiento de la realidad de la época, y por la dificultad para determinar qué podría ser realmente «vergonzoso» para la época. Por último, los detalles vergonzosos no tienen necesariamente que ser verdaderos, pues podrían haber sido inventados por razones imposibles de discernir. En conclusión, otro criterio inútil, que apenas califica como generador de actos de fe.

La historicidad de Jesús es un tema tan cargado de política y emotividad que es difícil separar la fe de la historia y estudiarlo con neutralidad. Lamentablemente, más de un académico serio ha caído en la tentación de lanzar afirmaciones propagandísticas que causan vergüenza ajena. En este caso, lo que el profesor Piñero menciona no es nuevo en absoluto. De hecho, es una de las tantas variantes de una falacia exclusiva de los estudios sobre Jesús, conocida actualmente como «argumento de Espartaco». Hace unos 60 años, F.F. Bruce consideraba tan «axiomática» la existencia de Jesús como la de Julio César. Hace 20 años, N.T. Wright escribía que había más evidencias de la existencia de Jesús que de la de Tiberio, el emperador al mando en la época de la supuesta crucifixión. Ello dio pie a la «Apologética 10/42», promovida por Gary Habermas y otros, según la cual había 42 pruebas de la existencia de Jesús y apenas 10 de la de Tiberio. Despedazada esa fantasía al poco tiempo, ahora ha mutado y algunos están difundiendo la idea de que hay más evidencias de Jesús que de Espartaco, de allí el nombre actual de esa falacia.

También se menciona el «criterio de múltiple atestiguación», según el cual si un hecho es atestiguado en más de un linaje de la tradición, es muy probable que sea auténtico, siempre que esos linajes sean capas independientes de la tradición. Este es efectivamente un criterio sólido empleado con frecuencia por los historiadores, pero debe ser bien aplicado. Porque, por ejemplo, existen múltiples testimonios de los trabajos de Hércules, pero eso no significa que hayan ocurrido en verdad. Precisamente, en los estudios sobre Jesús ocurre que muy pocas unidades individuales de la tradición están atestiguadas en más de un linaje, y en esos pocos casos es muy difícil establecer la independencia. Lo curioso es que si de algo sirve el criterio de múltiple atestiguación, es para terminar de sepultar al criterio de la vergüenza. Porque si, efectivamente, se encuentra un dicho, hecho o detalle compartido en múltiples fuentes (Marcos, Tomás, Pablo, Bernabé, Clemente, Papías, Didajé, Q, etc.), ¿para cuál de ellas resultaba vergonzoso?

El «criterio de la coherencia» asume que cualquier cosa consistente con lo establecido por otros criterios es también histórica. A los apologistas cristianos les sonará bonito, pero no tiene ni pies ni cabeza. Porque un material coherente puede ser inventado precisamente porque es consistente con otras creencias sobre Jesús, o incluso ser inventado con el propósito específico de ser consistente con ellas. La coherencia es completamente inútil para discernir si estamos frente a un elemento histórico o inventado.

Hay como una docena de criterios más. Todos ellos fallan miserablemente por recurrir a planteamientos circulares, basarse en supuestos antojadizos o forzados, o por ser usados selectivamente por los investigadores para probar lo que quieren. En conclusión, los defensores de la fábula del Jesús histórico han sido completamente incapaces de producir una metodología válida, y se han perdido en una confusión de procedimientos subjetivos y en una profusión de vulgares actos de fe.

El fracaso de la historicidad de Jesús

En resumen, la historicidad de Jesús se cae, como hemos visto, porque: a) no tiene evidencias documentales fiables; y b) los métodos de estudio no han podido determinar ningún núcleo histórico. El punto más débil de la hipótesis de la historicidad es la completa falta de soporte para su cronología. Según ella, el cristianismo empezó con un profeta asombroso hacia mediados de la década de los 30 EC, cuyos dichos y hechos fueron difundidos por sus doce discípulos e impresionaron tanto que, tras un crecimiento explosivo, el cristianismo se convirtió rápidamente en la principal religión de Occidente.

Esta cronología, digna de un jardín de infantes, tropieza con la enorme dificultad de que hasta ahora no ha podido probarse una sólida presencia del cristianismo en el siglo I EC, mucho menos a mediados de siglo y en la mismísima capital del imperio más poderoso del planeta (como se pretende con el delirante cuento de Nerón mandando a torturar a los cristianos). En primer lugar, cabe señalar que todos los restos de documentos relativos al cristianismo datan del siglo II EC, empezando alrededor del 120 EC, y que jamás se ha encontrado ni una esquinita de papiro evangélico del siglo I EC. Todas las teorías se refugian en invenciones como una «larga tradición oral» (que, por supuesto, no se puede probar), en algún «evangelio perdido» (como la fantasía llamada Q, colección de dichos propuesta hace más de un siglo y del que jamás se ha encontrado una sola palabra, pero se le esgrime alegremente como base explicativa), o en la alucinada suposición de que los manuscritos sobrevivientes son necesariamente copias muy tardías. Pero, repito, para todo ello jamás se ha encontrado evidencia documental. Son puras y llanas conjeturas.

Si Jesús de Nazaret es muy discutible como figura histórica, el apóstol Pablo lo es más. De hecho, se da su existencia por cierta solamente por su propia firma en una serie de cartas incluidas en el Nuevo Testamento. Algo así como considerar historiador al autor de Lucas sólo porque él mismo lo dice al inicio de su evangelio. Más aún, el teólogo alemán Herman Detering postula que Pablo es una invención de Marción, acaudalado predicador del siglo II que casi toma la iglesia de Roma y que inventó la idea de un canon de escrituras. Según argumenta Detering, las razones por las cuales la mitad de las cartas paulinas son hoy consideradas falsificaciones serían igualmente aplicables a las cartas aún consideradas auténticas. Pero aparte de la existencia o no de Pablo, lo que se lee en sus cartas es bastante extraño. No solamente afirma no haber conocido a Jesús, sino apenas haber oído su voz «por revelación». Al menos en las cartas paulinas reputadas como auténticas, no hay menciones a Jesús como un personaje histórico, no se menciona hecho alguno de su vida ni de su ministerio, ni sus enseñanzas. El Cristo de Pablo no es una persona de carne y hueso, sino un personaje cósmico, celestial, al mismo estilo de las creencias cristianas gnósticas que precedieron a la iglesia. Si sumamos a estos problemas el que hablar de iglesias cristianas formalizadas (como ocurre en las cartas paulinas) en el siglo I EC resulta inaplicable, podemos entender por qué la hipótesis de Detering tiene mucho sentido.

Si Jesús de Nazaret es muy discutible como figura histórica, el apóstol Pablo lo es más. De hecho, se da su existencia por cierta solamente por su propia firma en una serie de cartas incluidas en el Nuevo Testamento. Algo así como considerar historiador al autor de Lucas sólo porque él mismo lo dice al inicio de su evangelio. Más aún, el teólogo alemán Hermann Detering postula que Pablo es una invención de Marción, acaudalado predicador del siglo II que casi toma la iglesia de Roma y que inventó la idea de un canon de escrituras. Según argumenta Detering, las razones por las cuales la mitad de las cartas paulinas son hoy consideradas falsificaciones serían igualmente aplicables a las cartas aún consideradas auténticas. Pero aparte de la existencia o no de Pablo, lo que se lee en sus cartas es bastante extraño. No solamente afirma no haber conocido a Jesús, sino apenas haber oído su voz «por revelación». Al menos en las cartas paulinas reputadas como auténticas, no hay menciones a Jesús como un personaje histórico, no se menciona hecho alguno de su vida ni de su ministerio, ni sus enseñanzas. El Cristo de Pablo no es una persona de carne y hueso, sino un personaje cósmico, celestial, al mismo estilo de las creencias cristianas gnósticas que precedieron a la iglesia. Si sumamos a estos problemas el que hablar de iglesias cristianas formalizadas (como ocurre en las cartas paulinas) en el siglo I EC resulta inaplicable, podemos entender por qué la hipótesis de Detering tiene mucho sentido.

En segundo lugar, no existe testimonio alguno de que haya habido algún «crecimiento explosivo» del cristianismo antes del siglo III EC. Estudiosos como el sociólogo Rodney Stark (The Rise of Christianity, 1996) y el historiador Robin Lane Fox (Pagans and Christians, 1987) han rastreado el crecimiento poblacional del cristianismo, y el estimado más confiable es que aglutinaba a menos del 1% de la población del imperio para mediados del siglo II EC. Por su parte, ni Judea ni Galilea tuvieron presencia cristiana relevante antes del siglo IV EC. La investigación arqueológica también coincide: la vasta cantidad recuperada de restos de la ocupación judía y pagana en Palestina no muestra evidencia material de población cristiana en los primeros siglos del milenio. Se puede concluir que para fines del siglo I EC, el cristianismo a duras penas representaba el 0,1% de la población: un dato muy lejano de cualquier concepto de éxito, revolución o crecimiento explosivo. Sólo en el siglo III EC la presencia cristiana empieza a igualar a la de los cultos paganos menores, y su crecimiento se debió a la dura crisis económica y social de ese siglo, que puso al mitraísmo de rodillas y permitió al cristianismo surgir como alternativa de religión estatal. Pero aun así, su crecimiento explosivo se da a partir del siglo IV EC, merced a imposiciones y medidas de fuerza bruta amparadas en el favor político. Una historia muy diferente del pasado humilde y victimizante que el vencedor pretendió vendernos durante siglos.

Es decir, lejos de contar con evidencias en favor de la historicidad de Jesús, los datos disponibles refutan la cronología tradicional. En conclusión, las cosas simplemente no ocurrieron como los cristianos piensan: no hubo ningún Jesús de Nazaret, jamás existieron doce apóstoles, Pablo es todavía más ficticio que Jesús, y Nerón jamás supo de ese cristianismo que brilló por su ausencia en el siglo I EC.

¿Hay una mejor explicación?

Pero en la lucha académica de las teorías que buscan explicar los hechos, el fracaso de una debería enfocar la atención hacia explicaciones más coherentes del proceso del cristianismo, donde la evidencia documental sobreviviente pueda encajar. Es allí donde entra el llamado «miticismo». Como ya hemos mencionado, no se trata de una corriente unitaria, ni de una sola teorización. Y de hecho, está plagada de muchas malas explicaciones, así como de argumentos delirantes, hiperespeculativos y francamente conspiranoicos. Por ello, hay que leer con cuidado para poder separar la paja del trigo. Explicar estas teorías, claro está, ampliaría mucho más el alcance de este artículo, por lo cual lo desarrollaremos en otra oportunidad. Por mientras, algunas recomendaciones para quienes deseen profundizar en el tema:

Libros:
Carrier, Richard. Proving History. Bayes’s Theorem and the Quest for the Historical Jesus. Amherst, Nueva York: Prometheus Books, 2012.
Carrier, Richard. On the Historicity of Jesus. Why We Might Have Reason for Doubt. Sheffield, Reino Unido: Sheffield Phoenix Press, 2014.
Helms, Randel. Gospel Fictions. Amherst, Nueva York: Prometheus Books, 1988.
Detering, Hermann. The Falsified Paul. Early Christianity in the Twilight. Madison, Nueva Jersey: Institute for Higher Critical Studies, 2003 (original publicado en 1995).
Theissen, Gerd y Merz, Annette. El Jesús histórico. Salamanca, España: Sígueme, 1999 (original publicado en 1996).

Páginas web:
– Blog de Roger Viklund (sobre el Testimonio Flaviano) https://rogerviklund.wordpress.com/2011/02/25/the-jesus-passages-in-josephus-%E2%80%93-a-case-study-part-1-%E2%80%93-abstract-and-biography/
– Tetrarchy of Church Forgeries (sobre Tácito y otros) http://www.mountainman.com.au/essenes/author_Tacitus.htm
– ‘I told you so!’ Why Criteria for Historical Jesus Studies Don’t Work (sobre los criterios de historicidad) http://vridar.org/2012/09/22/i-told-you-so-why-criteria-for-historical-jesus-studies-dont-work/
– Intervención de Bart Ehrman (sobre las fuentes evangélicas) https://www.youtube.com/watch?v=zYBq6OSWlGY

Si deseas adquirir el libro de Ricardo Zavala, puedes comunicarte con él al correo <zavalaricardo@hotmail.com>. También se puede coordinar al celular 997-754-217.

Si deseas conocer más en detalle la tesis de Dennis MacDonald sobre la emulación homérica en el evangelio de Marcos, el autor de este artículo dio una charla al respecto el 7 de enero de 2017 en la Asociación Cultural Búho Rojo . Aquí está el video de la exposición.